Formas de la idiotez II (El voto)

una legitimidad arrancada del desconocimiento de las partes legitimadoras (porque a quien legitima se le oculta qué está legitimando) tiene valor nulo, carece de fuerza moral, y por lo mismo no tiene porqué ser respetada por nadie"

     Cada uno de nosotros debe preguntarse cómo es que el voto, siendo, presuntamente, el instrumento de poder del pueblo, es ensalzado y adorado por las clases dirigentes con tanto entusiasmo.

El voto no es, y por más que se nos repita hasta la saciedad, ni orgullo ni garante de la democracia. El voto tampoco es garantía de libertad ninguna. El voto es, en todo caso, un mal necesario. Verán pues: el voto, irrumpe allí donde la urgencia impide prolongar más allá la discusión. Es decir: teniendo en cuenta que las fuerzas políticas rara vez se ponen de acuerdo (si no es para hacer una mera repartición del poder), y ante la imposibilidad de que la discusión se prolongue sin fin (debido a que la actualidad es imperativa, esto es, exige decisiones inminentes), llega un momento en que han de cerrarse los turnos de palabra para dar paso a las votaciones. Así pues, y en primer lugar, el verdadero acto político es la discusión, o más propiamente, el razonamiento público, que es donde las fuerzas pueden argumentar (dar razón de) y por lo mismo convencer a otras fuerzas (entre ellas el público). En segundo lugar, debe entenderse que el razonamiento es por naturaleza interminable, esto es, que no puede esperarse de él que alcance nunca verdad necesaria alguna, esto es, verdad apriorística, o lo que es igual -y en tanto que depende de la constrastación empírica o experimental- que no puede jamás producir verdades que lo sean por principio y que no dependan en última instancia de su posterior contrastación y discusión. Una verdad política por tanto que se quiera incuestionable no es sino el principio mismo del totalitarismo. En tercer y último lugar, y en consecuencia, la votación no es más que un instrumento de urgencia, una herramienta para poder tomar una decisión allí donde no hay propiamente nunca ni suficiencia ni necesariedad, es decir, allí donde la decisión sólo puede tener carácter provisional.

Ahora bien, las oligocracias tienden a pervertir la razón política en favor de una razón privada en la que  se evite a toda costa el razonamiento público (que no es otra cosa que dar, en público, razones comunes, o lo que es igual, razones que aspiran a ser compartidas por cualquiera). La razón pública se sustituye así por una negociación entre bastidores, a puerta cerrada, entre los oligarcas o élite política y el poder financiero o capital. Así pues, cuando vemos aparecer (y si es que aparecen) a los diputados en su Congreso, se habrán dado cuenta de que las decisiones están ya más que tomadas mucho antes de la intervención que cada grupo parlamentario ofrece al público (¡y cómo no se iban pues a aburrir en el congreso si ya está todo decidido!). De tal modo que el razonamiento público ha sido sustituido, en primer lugar, por una negociación previa, fuera de la mirada y los oídos del pueblo, y por tanto de forma que a éste le quedan irremediablemente velados los verdaderos intereses que motivaron las decisiones; y sustituido, en segundo lugar, por una sucesión de discursos públicos en el parlamento meramente informativos, o lo que es igual, propagandísticos.

De este modo se libra la clase política oligárquica de tener que dar razón de sus decisiones, y lo que es más importante: de tener que decidir públicamente, o lo que es igual: de tener que exhibir su proceso deliberativo, de razonar pues a la vista del pueblo y para el pueblo (y que, dicho sea de paso, es el único modo honesto por el que éste podría decidir su voto). 

En conclusión: el voto en una oligocracia (es decir, en una Democracia real, porque esas son las democracias de la realidad), y en tanto que no hay modo de saber qué se está votando, es sencillamente una forma de idiotez: cumple una función legitimadora para un poder ya constituido, y como tal, sirve de pretexto para que la clase política y el capital puedan seguir gobernando de espaldas al pueblo. Así pues, una legitimidad arrancada del desconocimiento de las partes legitimadoras (porque a quien legitima se le oculta qué está legitimando) tiene valor nulo, carece de fuerza moral, y por lo mismo no tiene porqué ser respetada por nadie.

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