Contra la educación escolar

en una educación al servicio del Estado... sólo pueden formularse aquellas preguntas para las que ya hay una respuesta preconcebida".
 No podrá recibirse jamás una buena educación en ninguna escuela estatal por el sencillo motivo de que la Escuela al servicio del Estado (sea pública o privada su financiación) tiene su razón de ser en el mantenimiento de la ideología dominante (para las que no sólo están las doctrinas económicas, históricas o políticas, sino también las físicas), lo que implica, por un lado, tener que ocultar las contradicciones o elementos más problemáticos de que depende la justificación de tal ideología (lo que se consigue imponiendo prestigio a ciertos términos, es decir, sacralizando ciertos conceptos) y, por el otro, tener que dar por sabidas (y como tal, por incuestionables) cuáles son los problemas y cuáles las soluciones del régimen que sobre tal ideología se funda. En definitiva: en una educación al servicio del Estado no puede permitirse preguntar de verdad, es decir, sinceramente, ni por las cuestiones políticas o comunes, ni tampoco por las cuestiones físicas, económicas, históricas, ni por ninguna otra en la que la ideología dominante guarde algún interés. En su defecto, sólo pueden formularse aquellas preguntas para las que ya hay una respuesta preconcebida. Es, en esencia, lo que estrictamente significa una educación escolar o escolástica: a saber, educación servil.

La educación escolar o doctrinal es, pues, la mala educación: se trata de una perversión o decadencia de la buena educación (y si es que a estas alturas aún cabe guardarle algún buen sentido a la palabra 'educación', de lo que no estoy nada convencido). Dicha decadencia se puede desglosar en dos: por un lado está la asimilación (dentro de lo mandado, se entiende) de los descubrimientos o revelaciones más o menos desmandados o contradictorios con la ideología dominante, para lo que hace falta transformar las preguntas sinceras e imprevistas en preguntas retóricas, es decir, preguntas con respuesta preconcebida, y como tal, sin ninguna capacidad de cuestionar la coherencia de la Realidad. Por otro lado, la atrofia del razonamiento mismo, que, siendo como él es interminable, y por lo mismo, siempre capaz de contradecir cualquier mandato o idea, en la educación escolar sin embargo se sustituye por el aprendizaje de (es decir, por la interiorización y el sometimiento a) una doctrina, que no es sino un conjunto más o menos organizado y coherente de argumentos y razones seleccionados de entre los infinitos (y contradictorios) que la razón produce. Pero sin oportunidad de cuestionarlos. Es decir, que el razonamiento o cuestionamiento de esas razones o argumentos queda necesariamente fuera de todo programa escolar por cuestiones de tiempo (tan grande es la doctrina), y en todo caso reservada para lo que a cada cuál le quede de tiempo libre una vez cumplido con su deber (que suele ser ninguno, gracias a los otros deberes escolares, que son los que se encargan de asegurar que al niño o no tan niño no le dé por hacer nada imprevisto).

Esta decadencia, por cierto, tiene su más consumada realización en la examinación escolar: si con el examen lo que se trata es de comparar si lo que cada alumno dice se ajusta a lo que tenía que decir, es evidente que debe establecerse previamente un convenio (una doctrina) de qué es lo que se tenía que decir. Y eso, con indiferencia de las muchas y bien justificadas controversias que fuera de la Escuela pueda haber (y siempre las hay) sobre la cuestión que en cada caso se examina. Esto, por no decir que el examen tiene su entera y única justificación en los intereses dinerarios, eufemísticamente llamados “del mercado laboral”, como ya contaba en una entrada anterior (¡El nihilismo está en nuestras escuelas!). Una buena educación, por el contrario, no puede ser sino aquella que introduce niño en dichas controversias, a fin de que participe del movimiento de la razón. La buena educación, pues, como se entenderá, carece de propósito positivo.

Cuando la educación no ha decaído en su forma escolar es, todavía, un ejercicio, como dirían los antiguos griegos, de hombres libres: es decir, de aquellos que, por un lado, están libres de tener que trabajar para vivir (luego no son esclavos) o que lo están lo suficientemente al menos, y por otro, de aquellos que no tienen la obligación de educarse con otros fines (como el logro de un puesto de trabajo o cargo político institucional alguno), sino solamente por el asombro, el amor, la admiración y/o el respeto a la cuestión misma que se estudia. La decadencia educativa en su forma escolar sin embargo, si bien lo han padecido como decaimiento muchas tradiciones, parece ser que es en el medievo que comienza a conformarse como modelo educativo. Diseñado por el aparato eclesiástico, probablemente estubiera destinado a prevenir a los estudiantes de la lectura, es decir, de la discusión directa y sincera con los textos en los que se basaba su doctrina (el corpus aristotélico principalmente), no fuera a ser que se cuestionara el orden sobre esos textos instituido, es decir, que fuera interrogado por su fundamento, como sucede cada vez que a la razón se la deja desmandada. Sin duda, no hace falta decirlo, si este decaimiento de la educación es el que los Estados han tomado por modelo de Educación, eso es porque, ya desde la época de los viejos teólogos, ha demostrado, primero, ser fácilmente exportable, y segundo, ser eficaz como ningún otro modelo para los intereses de la ideología dominante.

Es pues evidente, al menos para cualquiera que esté dispuesto a desengañarse, que la educación escolar, la misma que en la Ilustración se nos dijo que nos haría libres, es un instrumento cuyo primer y último propósito es instruir obediencia.
Luego, cada vez que se nos dice que hay algún problema con la Educación, es sensato desconfiar. La Educación ha demostrado sobradamente funcionar muy bien para los intereses del Dinero. Otra cosa es que el Dinero siempre quiera progresar un poquito más.

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