¡No recicle!

No hay pues que descuidar las torpezas de uno, que más bien es cosa buena hacerles caso, porque son brotes de rebeldía que, lejos de amenazar con la sinrazón, aspiran a ejercerla".

Me gustaría hacer un modesto llamamiento a las gentes de bien para que dejen de reciclar (eso en el caso de que lo hicieran), o para que no quieran empezar con tan penosa tarea en el extraño caso de haberse librado hasta ahora de ella.

Nos han hecho creer que el reciclaje es cosa buena y además responsabilidad de todos. Detrás de esta creencia se esconden sin embargo unos cuantos engaños que, lejos de hacer bien, están muy al contrario al servicio de esconder el mucho mal que se hace a la gente desde la Administración. Para obrar el descubrimiento de estos engaños quisiera en primer lugar prevenirnos del lenguaje que utiliza la Administración para hablar a la gente. Por 'lenguaje de la Administración' me estoy refiriendo al lenguaje que utilizan quienes administran los asuntos públicos o de la gente (y que a fin de cuentas es administración de la gente misma): el de los medios de comunicación, tales como radios, periódicos y televisiones, así como todos esos medios a través de los cuales se sirve la publicidad, como marquesinas de autobús o rótulos en los metros y calles, y en general, todo ese lenguaje que no es el que habla la gente pero que ESTÁ sin embargo allí donde hay gente, allí por donde ella pasa y vive, en sus calles, medios de transporte y casas.




Lo primero entonces de lo que hay que prevenirse es de que, si ese lenguaje que he llamado de la Administración o de los medios, habla (primariamente) por medio de periódicos o de televisiones, de marquesinas o de rótulos de calle, eso evidentemente es porque se trata de un lenguaje que NO lo hablan las gentes, es decir, que quien habla así no es gente. Se trata éste de un asunto aparentemente muy trivial, pero que, si tiene importancia, eso es porque nos permitirá descubrir, o preguntarnos al menos, QUIÉN habla en cada caso. Lo que por cierto ya no es nada trivial: puesto que los intereses de uno u otro hablante, no teniendo por qué coincidir, y no haciéndolo la mayor de las veces, peligran sin embargo con quedar confundidos mientras permanezca la distinción ignorada.

Que la administración tenga un lenguaje propio no quiere decir sin embargo que no pueda hablar por boca de la gente, pues acostumbrados estamos todos a ponernos nosotros mismos al servicio de los medios de comunicación, convirtiéndonos así nosotros mismos también, en tanto que individuos (y no ya de gente), en un medio publicitario más (o de opinión, que es lo mismo), o en una publicidad andante como decía aquél, así como lo son los periódicos o las radios o los televisores, que no por faltarles piernas van y vienen y entran y salen por donde quieren. Para que la gente hablemos pues como lo hace la administración tiene sin embargo que producirse un fenómeno que no por habitual es menos misterioso. Ese fenómeno es el de la fe o creencia, es decir, que la gente tenemos que creernos que lo que leemos en los periódicos o en las marquesinas de autobús es verdad para que vengamos después nosotros también a repetirlo (o a obedecer). Es por esto que todo intento de denuncia contra una Administración empieza por ser un descreimiento. Y así también que, cuando la gente trata de combatir un mal producido por la Administración, como quisiera yo aquí hacer, no le queda otro remedio que comenzar por descubrir y denunciar en uno mismo las mentiras que aquella le ha logrado hacer tomar por verdaderas.

Pues bien, hay que advertir entonces que, tratándose de dos lenguajes diferentes, las palabras del lenguaje de la administración y del de la gente no tienen los mismos significados. Así pues, lo que la Administración, a través de nuestras bocas, y de las marquesinas, y de las radios y periódicos y televisiones, llama 'reciclar', ni es cosa buena ni significa lo que la gente creemos que significa. Quisiera entonces tratar de descubrirnos que el reciclaje al que la mayoría nos dedicamos obedientemente es el reciclaje que nos ha enseñado la Administración, que no es además el único, y que es en contra de la creencia más bien una cosa mala y que hay por el contrario otro modo de entender el reciclaje que es verdadero y bueno y que mejor haríamos dedicándonos a él y abandonando el otro.

El reciclaje al que nos ha enseñado la Administración es el de distinguir la basura en partes (es decir, y de momento, de vidrio, orgánica o plástica, porque vete a saber qué nuevas divisiones pueden estar al llegar) de tal modo que cada cual hace un saquito para cada grupo y después lo tira en el contenedor reservado para el mismo. A partir de ahí es como tirar de la cadena del wc. Uno ya no sabe a dónde va aquello, ni qué se hace con ello allí donde fuera, ni quien es el que lo hace, ni motivado por qué interés, ni si ese interés es particular y privado suyo o por contra común y general, ni tantas otras cosas. Tampoco importa (demasiado): usted ha cumplido con el cometido que la Administración le ha hecho creer que es bueno y se acabó el asunto. Ya sólo queda mantener la fe en que aquello es cosa buena y ayudará, un poquito al menos, a la mejora del problema del derroche y la contaminación. Debemos reconocer pues, que cada vez que reciclamos, estamos realizando un gran acto de fe. Y prueba es de que nos hayamos creído que es cosa buena, y muy fuerte por cierto, que cada cuál sienta culpa cuando por descuido no tira el saquito en el contenedor que le tocaba, o cuando mezcla basura de un grupo con otro. Y así también es buena prueba de ello el que tenga uno que excusarse ante los demás cuando le cazan cometiendo una de esas torpezas. Y es que ninguna de estas cosas pasaría si nadie creyera que eso que nos ha dicho la Administración que hagamos es cosa buena.

Ahora bien, a esa culpa no hay que tomarla por cosa menor. Esa culpa está ahí para matar todo brote de rebeldía. Acaso porque lo que empieza siendo rebeldía sin sentido, rebeldía por torpeza (porque las torpezas de uno son siempre un brote de rebeldía) puede acabar tornándose en una rebeldía de razón o sentido común, y entonces la Administración de turno se las vería con un problema.

No hay pues que descuidar las torpezas de uno, que más bien es cosa buena hacerles caso, porque son brotes de rebeldía que, lejos de amenazar con la sin razón, aspiran a ejercerla. Y es que, si tratan pues tan insistentemente de abrirse paso a través de uno, de hablar a través de uno, eso es para que éste les haga caso, para que tengan oportunidad de decirse y así también de razonamiento, puedan entonces no ser ya torpezas. Y si no, ¿porqué coño iba uno a equivocarse tanto con la catalogación de la dichosa basura? Si uno se equivoca es porque no está del todo bien hecho, y si no está bien hecho eso es porque no está del todo convencido (él o su mano, lo mismo da); no se ha creído del todo que eso que la Administración (y él mismo) le dice es cosa buena. La torpeza es pues desconfianza o sospecha que impide obedecer del todo. Y es que si uno estuviera del todo convencido, entonces no se equivocaría jamás, de no ser por casualidad (y vaya usted a saber si esa casualidad...).

El reciclaje tiene entonces una doble finalidad. Por un lado trata de justificar la existencia de una Administración, de prueba de su buena voluntad y de su interés por velar por el bienestar medioambiental. Por otro lado sirve de medicina para que las gentes no perciban que hay un problema con la basura que la Administración no quiere (o no puede) solucionar. El engaño es entonces doble. Nosotros le damos a la Administración lo que ella quiere: justificación de ser por medio de la fe en su buena voluntad y buen hacer; y ella nos da lo que nosotros queremos: despreocupación. Mientras tanto sin embargo, el problema sigue siendo exactamente el mismo, y sin duda peor.

Pero no hay más que observarla hacer para descubrir que la Administración no tiene ningún interés por resolver el problema de las basuras. La administración quiere que le dejen administrar en paz, a su antojo, la gente por su parte no queremos tener preocupaciones, queremos sencillamente dejarnos vivir. De modo que el reciclaje constituye un pacto entre la Administración y las gentes para evitar que se hable de la basura, que se hable de qué coño estamos haciendo en general, con las basuras o con nuestro trabajo o con nuestras vidas o con el asunto que sea, de porqué hacemos lo que hacemos y porqué no hacemos lo que no hacemos, y de por qué y para qué tenemos una Administración, y en fin, evitar que se restaure la guerra entre la Administración y las gentes o lo administrado. El reciclaje pues, como tantos otros pactos entre una Administración y la gente, está así contribuyendo a la irracionalidad de un problema, a que éste no se pueda pensar, no se pueda hablar. Y es que esa paz o pacto entre la Administración y las gentes administradas no puede en ningún caso ser buena para la gente, esa paz es buena sin duda para la Administración, que quiere seguir estando dónde y como está, que para eso es también Estado; para la gente es buena por contra la guerra, porque es en guerra contra la Administración el modo en que ésta se puede ver obligada a dar (o a intentar dar al menos) algo bueno por y para aquellos que administra.

Lo que a cada paso se nos descubre es que la Administración no tiene la finalidad de administrar bien ni mucho menos de procurar bien alguno. La Administración no tiene ninguna finalidad fuera de sí misma: tiene por única finalidad administrar. Seguir administrando. Esto significa que, si para poder seguir administrando, se le impone necesario procurar algún bien (por riesgo, por ejemplo, a que en caso contrario la gente le declare la guerra y ponga así en peligro su justificación de ser), entonces tratará de hacer algún bien. Pero si, por contra, haciendo mal, o bien o mal indistintamente, puede seguir administrando, seguirá pues administrando tan campante. Ahora bien, porque la finalidad de la Administración no es otra que la de administrar, cuando ésta administra mal (esto es, cuando reparte mal, cuando por ejemplo reparte daño, injusticia o hambruna) o procura mal de cualquier otro modo, en ningún caso renunciará por voluntad propia a administrar, ni pondrá en cuestión la necesidad de una Administración, tratará por contra ora de ocultar el mal que hace ora de hacer creer que el mal que hace es en verdad un bien. Y si no quedase otro remedio para calmar la furia de las gentes, se cambia con gran pesar al administrador para poder así seguir administrando, que es lo que pomposamente la administración viene llamando últimamente "depurar responsabilidades".Y así pues, la Administración sólo puede dar a las gentes intentos de justificación de sí misma, y si para justificarse necesita hacer algo bueno, algo bueno tratará de hacer (otra cosa es que lo consiga), y si para justificarse no necesita procurar bien alguno, tampoco tratará de hacerlo.

Dejándome pues llevar por la razón, y en contra de la fe reinante, no puedo mas que hacer un llamamiento a la gente de bien a que declare la guerra contra la Administración. No reciclar es tan buen lugar como cualquier otro para restaurar esta guerra, no usemos pues más esos contenedores pestilentes de complicidad (y si su fe no se lo impide demasiado, ¡hasta podría algún día permitirse la torpeza de olvidarse acudir a votar!). Y después, ¡búsquese como ayudar al problema de verdad!

Vayan aquí nada más que unas sugerencias, que sin duda no serán las mejores, pero valgan para empezar a hablar del asunto: desconfíe del lenguaje de la Adminstración; no lo use en la medida de sus capacidades; atrévase a preguntar para qué una Administración y mientras la haya no desista en plantarle cara; desconfíe de los vendedores de 'soluciones'; deje hacer y hablar un poco más a sus torpezas; compre menos o mejor; desengáñese hablando con su gente tanto como pueda del comprar; reutilice, tanto como su imaginación se lo permita, los útiles de los que se sirve; no se compre un nuevo ordenador; no cambie de teléfono móvil mientras funcione; desinstale Windows o MacOs y atrévase a probar otra cosa; no compre coche o utilícelo lo menos posible, no cambie de televisor o no llegue a comprarlo; reutilice las botellas de vidrio; exija en los establecimientos poder comprar (la leche, el vino, el zumo, los garbanzos, el arroz, etc.) sin envase y llévese el suyo de casa; comparta este texto o escriba otros nuevos; o sencillamente, ¡hable!. Hable con la gente tanto como pueda, de la basura o de lo que sea, pero hable, ya saldrá la razón sola y sin la ayuda de nadie.

Por mi parte me contentaría con hacer sentir a alguien que no nos es cosa buena para la gente el reciclaje de obediencia, ni para el problema de la contaminación, ni para ningún otro, y que, si reciclar ayuda a la paz entre las gentes y la Administración, mejor es no reciclar.

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