Contra las comodidades

                   Me he ido a vivir al campo. Cerca de la alpujarra granadina. Me decidí a irme de Madrid y venir aquí para evitarme los trabajos basura a que la ciudad me estaba empujando. Y para poder así hacer cosas; estudiar sobre todo. Llevo una semana y creo que aquí se está muy bien. Hoy hay bruma y el porche está iluminado por la luna llena. También refleja la nieve de la montaña que está tras la casa. El "pico del caballo". De vez en cuando se escuchan bichos que no conozco. También es una muy buena sensación el que no haya humanos al alcance de la vista. Ni farolas. Ni policía. Y que por las noches fuera de la casa esté oscuro. Los candados oxidados, las vallas con espino, la mala yerba y los yerbajos... Da lo mismo cuantas veces te laves las manos, que siempre están polvorientas y secas. A unos 50 metros sobre mi casa hay un estanque que se llena de agua del deshielo, que cae durante todo el año. Ayer aprendí a usar el sistema de compuertas que abren y cierran las acequias cavadas por toda la finca y que sirven para regar los árboles y el huerto. En otros sitios lo llaman riego "por inundación". Hay que ponerse botas de goma. Después, con una azada se va moviendo el barrizal en los "cruces", conforme se quiera conducir más o menos agua en una dirección u otra. Cansa bastante. No es un sistema muy cómodo, aunque se lleva usando desde más de lo que nadie recuerde. Creo que es un sistema que implantaron los árabes. En general yo diría que por aquí no dan tanto valor a las comodidades. Desde luego no las buscan ni de lejos a como yo estoy acostumbrado en la ciudad. En parte diría que aprecian más el trato con algunas cosas del campo que la comodidad de evitárselas. He estado pensando sobre eso: sobre la importancia que han tenido siempre en mi vida las comodidades (y en conclusión, mi hipótesis sería esta: que las comodidades las buscan, las buscamos, especialmente aquellos que tenemos la vida llena de actividades que nos parecen insulsas). Damián viene todas las tardes y me enseña a hacer algo. Es un hombre muy amable. Nunca se ríe de mi ignorancia o de mi torpeza. Tampoco se jacta de sus conocimientos. Me va contando las cosas con paciencia y cuando usa alguna palabra que no conozco me la explica con mucha claridad. A veces me da explicaciones de palabras que conozco perfectamente sin que yo se las pida, pero es que él no tiene manera de saber cuales me son familiares y cuales no. Él camina de un lado a otro por la finca y yo le sigo. Cuando se detiene a hablarme es muy pausado. Pero me he dado cuenta de que los aldeanos de por aquí son así. Yo estoy acostumbrado a zanjar las conversaciones mucho más rápido, y a veces me impaciento. Si Damián se encuentra con un aldeano que está trabajando en alguno de los campos de al lado, la conversación dura un rato, y cada uno se toma su tiempo para responder a lo del otro, por muy cotidiano que sea el asunto. A veces dice en voz alta algún pensamiento. Otras veces, cuando me habla, me doy cuenta de que me presta mucha atención. Claramente sabe que somos diferentes. Aunque nunca me pregunte nada sobre mi. Damián es un poco borracho (el día que le conocí vino a buscarme en su camioneta haciendo eses), es flaco y algo engarbado. Tiene cincuenta y pico años, pero a veces me parece un niño. "Yo ya estoy viejo", me dice a veces; y me mira de reojo a ver cómo reacciono. Creo que se pregunta si le veo viejo. En fin, lo dicho, que me gusta esto.

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