Abro la puerta del garaje y
salgo a mear. Llamamos garaje a una caseta de ladrillos sin repellar
y tejado de uralita de unos 30 metros cuadrados en la que he
instalado todos mis bártulos. Es de noche y según cruzas el umbral
de luz de la puerta del garaje la oscuridad es casi total. Parece una
tontería decirlo, pero fuera de las ciudades y de los pueblos, uno
puede abrir la puerta de casa y mear en el suelo. No hay policía, y
no hay vecinos a los que molestar. Y no voy a estropear ni a manchar la tierra.
Cuando meo veo estrellas. Pero no las contemplo ni nada de eso, que
tengo cosas que hacer.
Dentro del garaje otra vez y
en mi escritorio vuelvo a sorprenderme de que en este lapso tan breve
de tiempo se haya reproducido el polvo. Es como un tacto terroso que
se extiende por todas las superficies y que no se puede limpiar. Traspasa incluso las mantas que he puesto para proteger los
instrumenos musicales. Y hace frío. Otra cosa de estas es que me he dado cuenta de
que puedo escupir tranquilamente en el suelo del garaje, es decir, mi
estudio. Sí, ya sé que es difícil de imaginar, pero juro que desde
aquí no lo verías del mismo modo. El suelo es hormigón pelao, con
esa clase de polvo finísimo que se acumula en los suelos de los
talleres. Quiero decir que da igual escupir, que no quedan marcas.
Pero sí, puede ser difícil entenderme cuando digo que escupir en el
suelo de mi garaje-estudio no es guarro.
Al poco comienza a ladrar mi
perro en la casa, que está contigua al garaje, y le tengo que chistar un par
de veces a través de las paredes para que pare. Se calla pero
empiezan a ladrar los otros dos perrillos que duermen en el porche
todas las noches. Según quién sea el que escuche, se podría
decir que ladran como si estuvieran dentro de casa. Es que la casa venía
con dos perros que vivían ya en la finca. El macho, Coco, se parece
a un pastor vasco, o catalán, de esos un poco peludos, de color
canela; que tienen que levantar un poco el hocico para mirar a través
del flequillo. La otra, la perrilla, es una perra que debió vagar
por vete a saber dónde hasta que se instaló aquí. No se sabe si
por la compañía de Coco, del que se separa muy pocas veces, o porque aquí se le tiraba de comer regularmente. La perrilla es tuerta y
delgaducha, y ha costado ganarse su confianza. Ha pasado varias
noches acosada por perros que la intentaban montar; o se dejaba y la
montaban, yo no sé. El caso es que se liaban unos aullidos pardos de
madrugada.
Mi primer impulso fue
adoptarla, pero me he ido dando cuenta de que eso de adoptarla quizá
era algo vanidoso por mi parte. Quiero decir que me lo he estado
preguntando y no tengo claro qué cosa especialmente buena pueda
darle yo para salvarla. Salvarla de qué. Le puedo curar heridas,
quitar garrapatas, darle algún cariño y algo de conversación; le
podría llevar alguna vez al veterinario si fuera necesario, le
podría hacer una cama seca. Pero, ¿y qué? Mi perra, Creta, ha
llevado una vida de comodidades; unos 10 años de comodidades. Aunque no ha
estado nunca consentida. Tampoco la he sacado de paseo todo lo que
me hubiera gustado (tengo que decirlo), pero creo que se admitirá que ha sido una perra bien atendida. Y sin embargo no creo que se
pueda decir honestamente que la vida de mi perra Creta haya sido
hasta la fecha mejor que la de ese pobre bicho sin Historia. Además, si alguna vez volviera a vivir en un apartamento no
podría llevármela y separarla de Coco. Y Coco y ella serían
demasiada adopción. Aunque probablemente no vuelva nunca a un apartamento y me los pueda quedar a los dos. En fin: me ha tenido el asunto en una
indecisión algo desagradable hasta que me he dicho que ya se verá:
que no venga yo a intentar joderla también trayéndole un Futuro de proyectos
y pensiones.
Hoy precisamente le decía a
Ada que a la gente debería resultarnos por lo menos sospechoso que el Futuro sólo
lo nombren los partidos políticos, los bancos, las cajas de ahorros
y algunos padres coñazo (que yo no he tenido la desgracia de
padecer, sea dicho). Y las novias, dice Ada. Sí, y las novias, le
respondo. Me encanta esta chica.
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